Llegamos a la vida con una mochila vacía que pronto empieza a llenarse sin darnos apenas cuenta. Lo que nos rodea, lo que escuchamos y vemos, lo que sentimos, lo que nos van enseñando y vamos aprendiendo, lo que vivimos y lo que casi nos mata. Nuestra mochila se va llenando con lo que nos va pasando y también con eso que no dejamos que nos ocurra, con pensamientos y recuerdos, aciertos y fracasos, con lo que es nuestro y lo que vamos cargando de otros.
Demasiado peso para caminar ligero por la vida, para mirar hacia el frente y no tropezar. Somos expertos en ir cargando, pero nos cuesta mucho soltar; tanto que muchas veces no sabemos ni lo que llevamos. Nos acostumbramos a llevar esa carga y creemos que nos pesa la vida, pero lo que realmente pesa es el exceso de equipaje que llevamos por ella. Esa mochila que llevamos es como un saco sin fondo en el que todo cabe y seguimos llenándola hasta que sentimos que nos arrastramos en lugar de caminar. Entonces toca parar y mirar, hacer recuento de lo que llevamos en esa dichosa mochila que casi parece un mundo. Y llega el momento de soltar lastre, sacar eso que no nos gusta o no nos sienta bien, lo que no es nuestro o nos han cargado sin darnos cueta. Toca soltar esas anclas que tiran de nosotros hacia el fondo, las culpas, los reproches, lo que ya no existe y lo que hemos imaginado, lo que creíamos tener y no tenemos, lo que nos han impuesto o ya no deseamos.
Es hora de parar, de ser sincero con uno mismo aunque duela, entender que tenemos que dejar atrás lo que nos frena, aprender a darnos nuestro lugar y hacer sitio a lo que vendrá.