Una vez leí una frase de William Shakespeare que se me quedó grabada: «Dad palabras al dolor; el dolor que no habla gime en el corazón hasta que lo rompe».
Es cierto. Si no dejamos fluir al dolor, si tratamos de ahogarlo y mantenerlo encerrado, se hará más grande, más pesado, más profundo y será capaz de ir creando esas grietas en el corazón por donde salir. Porque el dolor siempre sale de una forma u otra, antes o después, en forma de aire o de tormenta, de lágrimas o de inundación. Siempre sale.
De ahí la importancia de las palabras. Las palabras crean realidades, dan forma a las ideas y materializan los pensamientos. Son el medio por el que los sentimientos salen de nuestro pecho y dejan sitio al aire que necesitamos para volver a respirar con calma. Necesitamos las palabras para escuchar y ser escuchados, para ver con claridad y ser conscientes de lo que somos, lo que tenemos y valemos, lo que tenemos o deseamos, lo que tenemos o lo que nos hace felices. Las palabras provocan sentimientos en uno mismo y en los demás y por eso hay palabras que tememos decir o escuchar y otras que estamos deseando hacerlo. Una palabra tiene la capacidad de devastar o llenar de felicidad, ser lastre, ancla o salvavidas, ser desierto o ser hogar. Llenan canciones y poemas, libros y pantallas, el alma y las lágrimas; son bálsamo o bala, disfraz de una mentira o una verdad desnuda, magia o truco, simple conjunto de letras o un enorme tesoro.
Pongamos palabras al dolor para tratar de entender a qué nos enfrentamos. Demos palabras a la alegría para multiplicarla y compartirla, a la felicidad para atesorarla, a nuestros pensamientos más íntimos para sentirnos libres. Cuidemos nuestras palabras porque son un arma poderosa. La palabra adecuada en el momento preciso tiene tanto poder que es capaz de cambiar una vida.
Valoremos nuestras palabras porque pueden ser cargas de profundidad. Uno puede olvidar las palabras, pero lo que hicieron sentir permanece.